miércoles, 4 de abril de 2012

LA FIESTA DE MARGARITA

             Se había logrado colar en el último minuto antes de cerrarse las puertas. Si no hubiese logrado entrar, ya escuchaba las reprimendas en su mente: “¿Pero qué haremos el fin de semana? De dónde sacaremos el dinero, tú sabes de la fiesta de Margarita y cómo son de fijones si no llevamos nada para la mesa, tenemos que comprar ropa nueva”; y un sinfín de petulancias más. Que siempre le recordaban porqué odiaba su matrimonio y prefería la soledad de una fila a estar en casa. A lo menos hijos no había, en algo se ahorraba y se asumía de forma estoica los sacrificios de la vida.
               No avanzaba nada, quince minutos. Detenido en el tiempo y en el espacio para cobrar un vale vista, que se esfumaría como su nombre: a la vista. Delante suyo, el típico uniformado de zapatos lustrosos que al parecer era la gran enseñanza del servicio militar: zapatos como espejos y entender por qué hubo que matar a tantos chilenos por la seguridad nacional. Su padre siempre le dijo: “por el brillo de tus zapatos, es el brillo que proyectas”. Bobadas para él. Pero para su padre un credo. Siempre lo vería el día domingo lustrar, esperar que secará la pasta de zapatos un par de horas y luego sacar brillo como si en eso se nos fuera la vida –porque era un arte para Don José. Dejándolos luego en su silla de la mesa para el otro día. Sentir el orgullo al saber que la “micro” se detenía al distinguir el brillo de sus zapatos al fondo de la calle que por el insípido gesto de levantar la mano.
            Mirar el techo era lo habitual en esto, tratando de contar cuántos focos de luz cabrían en el. Porque algo de lo que se arrepentía en su vida era no haber aprendido mejor las matemáticas: la razón de la existencia, como solía exclamar su profesor de media en el liceo. Un viejo insignificante a simple vista, pero que con el poder de sus conocimientos era el Genghis Khan del liceo. Es más, se decía que aula donde pisaba; no volvía a crecer la autoestima entre sus estudiantes. Maldito viejo, le cagó la vida; por eso estaba esperando casi una hora, la de su almuerzo,  para cobrar su sueldo menstrual como le llamaba: llegaba sólo una vez al mes y duraba tres días. Y obvio, a veces se atrasaba y pasaban unos sustos de la puta madre.
            Que asalten esta mierda de banco. Algo de emoción que ocurriese a lo menos. Siempre están las mismas tres cajeras, en las mismas ventanillas y las siete restantes como de costumbre: vacías. Le comenzaba a dar hambre, ya imaginaba ese pastel de papas de su madre. Debía reconocer, era la persona que más amor le había entregado en su vida, pero odiaba la cocina como nadie. Nunca entendió muy bien el por qué; si cocinaba exquisito, tal vez nunca asumió que siendo la mujer más inteligente de su familia, de su clase e incluso de la universidad, tendría que casarse con apuro con el primo adinerado de la familia. Su padre, ludópata y alcohólico (combinación pluscuanperfecta  para irse al carajo en cualquier momento) había perdido todo el dinero, la casa y sólo dado que su mujer no era la más agraciada del mundo, no era parte de su botín de apuestas. Quizás por eso odiaba la cocina, porque le recordaba todo lo perdido, pero aun así deleitaba por la meticulosa inteligencia en la combinación de sabores, aromas y colores en las comidas del día domingo. ¿Por qué mierda no se había quedado con sus padres y se había casado con la primera mujer que le dijo: te amo (obviando el hecho de los dos meses de embarazo claramente)? En fin, el hambre siempre producía en el las ganas de divorciarse.
            Dos y nos toca. Siempre son los más lentos, llegan a la ventanilla y recién allí comienzan a buscar sus documentos. ¡como los odiaba! Su turno, que lindos ojos de la cajera. Quiso ser galán y le dijo:
-                   - No puedo creer el hermoso color de tus ojos, pero lo mejor de todo es que son dos.
No cayó en buen puerto su piropo. Nunca fue su fuerte. En la adolescencia sufrió por su falta de carácter, tímido, escondido de la gente. Pasar inadvertido se había transformado en su forma de existir. Dudó hasta la vez que dio su primer beso, él sintió mil cosas, incluso que se cagaba, para luego entender que eran las mariposas en la guata. Qué imbecilidad sentirse feliz por una sensación que te recordaba cuándo estabas apunto de cagarte por una colitis. El amor: ¿Quién entiende?
-               - Señor, dijo la cajera. Este vale vista no se cobra acá, sino que en la sucursal de en frente. Pero ya son las dos y cuarto. Tendrá que hacerlo el lunes.
-                  - Pero si siempre lo cobro acá.
Miró hacia el lado, intentado hacerle creer que quería solucionar su problema. Cruzó dos palabras con la cajera del lado y le devolvió una sonrisa:
-               - No señor. Es en la sucursal de en frente y le pido por favor que salga del banco porque debemos hacer caja para irnos, es viernes y nos vamos más temprano. Gracias por preferirnos. Y colocó el cartel de “Cerrado” en la ventanilla.
¡Qué mierda pasó! Maldita sea, una hora, sin almorzar y ahora corriendo a prisa para evitar la plegaria de insultos que le daría su supervisor si superaba su hora de almuerzo del trabajo. Al menos tenía el alivio de que no tendría que pavonearse entre cuicos el fin de semana.