Siempre he sido un chico extraño para mi edad. A lo menos todo el mundo piensa eso, que terminas pensando lo mismo. No quiero saber, ni entender nada del mundo; pura miseria y sólo unos momentos de alegría. Estaba bien de esa forma, pero el tiempo pasa y las presiones nos acorralan.
O eso me ocurrió a mí. Siendo un ermitaño social, logré hacerme de algunos compinches. Muy parecidos en sus actitudes para con las mías. Nuestras reuniones de charlas nocturnas era lo único que nos permitía sentirnos partes del mundo. Ese no sé qué de compartir palabras a lo menos. Como todos los viernes y sábados por la noche; no arreglábamos el mundo, sino que el mundo parecía arreglarse para darnos cabida.
Nunca quise estar allí esa noche, como dice la sabiduría de mi madre "¿te pusieron una pistola al pecho? No!, ¿cierto?" Si, no me la colocaron, eran mis amigos aún. No quería participar, pero la amenaza de expulsión y exilio permanente de nuestras tertulias fue lapidario. Si no estaba en ellas, simplemente no hay nada, y uno se puede acostumbrar a la soledad, para no volver. Nunca me ha gustado acostumbrarme.
Al partir de nuestra tertulia a nuestro próximo destino, ya habían sido asignados los lugares: yo sería el último. Por la cobardía de mi indecisión no podía ser premiado con alguno de los primeros puesto. Y allí estábamos, sólo atiné a seguir la corriente de la situación, no podía creer que de verdad estuviera ocurriendo. Cerramos la puerta, dijimos que todo iba a estar bien y comenzamos.
Yo era el último; sólo cerré los ojos y la penetre con fuerza. Al salir de allí eramos otros y el exilio de las tertulias, fue para todos.