domingo, 26 de junio de 2011

Miércoles...

Aquella mañana  había despertado con una vaga sensación de satisfacción. Era mitad de semana y ya lograba conseguir el dinero que había logrado reunir la semana anterior, pero en toda su extensión. Tener dinero en el bolsillo siempre da felicidad a cualquiera.
Ya imaginaba que haría con él. Compraría zapatos nuevos, comería una buena cena y el resto del dinero lo enviaría a su familia. No era de grandes lujos: simples, sencillos y concretos. Así la vida es más llevadera, sin complicaciones, ni menos grandes decepciones.
Miró el reloj de la pared, ya marcaba las diez de la mañana, sólo quedaban un par de horas antes de comenzar un nuevo día de trabajo. Al ser mitad de semana, sabía que podía encontrarse con cualquier tipo de sorpresa en el trabajo, la gente solía tener un ánimo intermedio. Decía: "A quienes les gusta su trabajo sólo disponen de dos días más para disfrutarlo, y quiénes gustan irse de fiestas y de copas aún deben soportar dos días más". Por esto, éste día marcaba un ánimo intermedio.
Tomó una ducha, comió un par de huevos con café bien negro -el jugo de naranja desapareció de la despensa-, y para terminar todo: fumó un cigarrillo, de lo contrario no podía ser considerado un desayuno de verdad.
Escogió ropa propia de un día como ése: ni muy ancha, ni muy ajustada; no sabía que se encontraría en el trabajo. Se sentía bien.
Había llegado la hora de comenzar a trabajar (las horas de ocio pasan volando pensó), arreglo la cama de forma rápida y abrió la puerta a su primer cliente del día. Sólo vio la mano caer pesadamente en su rostro y cayendo sobre su cama, recién arreglada. Gritó, para que "Vince" viniera en su ayuda como otras tantas veces, era el guardia del lugar.
Era mitad de semana y era sólo su primer golpe, dado por un maldito bastardo que de seguro era impotente. Nunca se sabía con seguridad qué podría ocurrir a mitad de semana en el trabajo.